Llevábamos dos días allí y nadie nos había contado nada. Algunos deambulaban por las instalaciones como si no estuvieran presentes mientras que otros charlaban con el resto de compañeros. Yo hice especial buenas migas con un chico de mi edad que a veces parecía tan ausente como yo, pero que tenía algo que me hacía caerme en gracia.
En esa segunda noche me tumbé en la parte más alta del barco, solo, mirando a las alturas, a las doce de la noche todas las luces del barco se apagaban y yo miraba al cielo. La inmensidad de las estrellas que nunca se pueden ver desde la ciudad, a veces más a veces menos, pero nunca tantas. Simplemente me quedé disfrutándolo. El silencio. El mundo. La inmensidad. La nada y el todo.